viernes, 10 de diciembre de 2010

BIUTIFUL


Alejandro González Iñárritu ha logrado hacerse un hueco entre el escaso y selecto grupo de cineastas imprescindibles del actual panorama artístico. Sin llegar a ser un director adorado por las masas, ha obtenido importantes éxitos de taquilla (Babel recaudó en todo el mundo más de ciento treinta millones de dólares) y, desde luego, ha encandilado a las asociaciones de críticos y triunfado en aquellos certámenes donde se entregan los galardones más prestigiosos. Asimismo ha recibido dos nominaciones a los Oscar como director y como productor, ha ganado un BAFTA británico y cuatro premios en el festival de Cannes, entre otros muchos. Es un realizador que borda el drama de forma magistral y lo lleva hasta el extremo, colocando a sus personajes en situaciones límite y recreando sentimientos como la angustia, la soledad, la desesperación y el fracaso con una crudeza que convierte sus muy recomendables proyectos en aptos exclusivamente para quienes no se arruguen ante la tragedia y el dolor. Su forma de narrar es pausada en el ritmo, compensado con creces gracias a la profunda intensidad de los diálogos y las escenas que recrea. Obviamente el cine de González Iñárritu no está indicado para aquellos que pretendan diversión o evasión. Bien al contrario, el estilo del mejicano engancha al espectador en su butaca y lo introduce de sopetón en un mundo lleno de sinsabores y desgracias difícil de olvidar al abandonar la sala de proyección. Ahí radica su originalidad, en que sus filmes no te dejan indiferente, como si nada hubiera pasado.
Quien haya visto Amores perros o, sobre todo, 21 gramos y Babel, sabrá perfectamente de qué estoy hablando. Acompañado por el extraordinario guionista Guillermo Arriaga, su amigo personal hasta que las profundas desavenencias surgidas durante el rodaje de Babel truncaron una relación profesional sólida hasta ese momento, ha conseguido que brillantes estrellas de Hollywood como Sean Penn, Naomi Watts, Benicio del Toro, Brad Pitt o Cate Blanchett lograran interpretaciones magistrales a través de unos personajes que tienen en la derrota su común denominador. Ahora presenta Biutiful, su peor película hasta la fecha, y cuyo título, lejos de ser un error de transcripción, encuentra su explicación a lo largo de la narración. En esta ocasión, Iñárritu no ha calculado bien las dosis de dramatismo que inyecta a este trabajo altamente indigesto. Cada espectador tendrá presumiblemente un nivel de resistencia a la amargura. El mío quedó saturado tras la primera hora de proyección, cuando todavía quedaba más de la mitad del metraje para su conclusión. Enfermedad terminal, inmigrantes africanos deportados, familias separadas, chinos esclavizados en condiciones infrahumanas, prostitución, alcoholismo, niños maltratados, suciedad, muerte, desesperación, pobreza… No hay ni una pequeña tregua. Sus anteriores largometrajes también alcanzaban altísimas cotas de tristeza pero, al menos, las alternaba con pequeñas concesiones a la emoción, a la esperanza, incluso en ocasiones al romanticismo, de modo que las sobredosis de depresión se soportaban mejor. Pero Biutiful, salvo para quienes necesiten abrir sus ojos a un mundo que tienen frente a sí clamando atención y justicia (algo que también se puede conseguir viendo un telediario o un documental), provoca tal nudo en el estómago que el público ya no puede asumir más dolor. A partir de ese instante, la historia ya no transmite y es como esa agua que rebosa, incapaz de permanecer dentro del vaso.
La mejor de la película es, por supuesto, Javier Bardem, Palma de Oro en el último festival de Cannes por su recreación de Uxbal. Integran un reparto muy bien escogido las actrices Maricel Álvarez y Ana Wagener y los sobresalientes Eduard Fernández y Rubén Ochandiano, que protagoniza el mejor diálogo de la cinta dando vida a un policía corrupto.

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